Lo mejor de la vida viene envuelto para regalo. Es decir, le llega a una sin pedirlo ni buscarlo, solo porque alguien cercano quiere obsequiárselo como muestra de cariño o reconocimiento, que en el fondo son la misma cosa.
Trataré de explicarme, aunque pido perdón por el uso de la primera persona.
A comienzos de 2019, estaba yo terminando de escribir una novela que tenía como protagonista a una enfermera del siglo XX que vivió la pandemia de la gripe española y la Primera Guerra Mundial, además de revoluciones y hambrunas. Ya en aquel momento, tanto mi editora, Carmen Romero, de Ediciones B, como mi agente literaria, Palmira Márquez, y yo misma estábamos enfrascadas en la discusión sobre el título que daríamos a esa novela cuyo punto final andaba cerca. Ninguna de las tres lo había decidido aún, pero había uno que nos rondaba.
En el último tramo de mi investigación, visité el Museo de Historia de la Enfermería del Colegio Oficial de Madrid. En él, su alma, directora y fundadora, María Teresa Miralles Sangro, me desveló cosas que ya sabía sobre una profesión a la que había aprendido a admirar durante todo el tiempo que empleé en escribir la novela, pero también muchísimas más que desconocía.
Entre ellas, una me llamó poderosamente la atención. Al mostrarme los cuadros de la pintora Raquel de Prada que se exhiben en el Museo, María Teresa se detuvo en uno. En él se representa en suaves tonos ocres a varias decenas de enfermeras vestidas con uniformes tradicionales, cofia incluida, perfectamente distinguibles en su profesión. Distinguibles, excepto en un detalle: ninguna de ellas tiene rostro. Su cara es un plano liso, sin facciones. Nada.
María Teresa me lo explicó a la perfección: «Cuando vamos al médico, siempre nos atiende alguien con nombre, el doctor Pérez o el doctor Gómez. Cuando es necesario que nos saquen sangre o nos tomen la tensión, siempre lo hace ‘la enfermera’». Las enfermeras del cuadro no tienen rostro porque tampoco tienen nombre.
Y entonces, la luz que a Carmen, a Palmira y a mí siempre nos había llamado con un destello lejano, se nos encendió brillante y cegadora: mi novela se titularía Mariela. Con nombre propio.
Un nombre en nombre de todas las que no tienen nombre.
El nombre que les debemos a quienes carecen de rostro y, aún así, han permanecido a nuestro lado, velando nuestro sueño y agarrando nuestra mano, pero siempre de forma anónima.
Mariela, la novela con nombre, apareció en mayo de 2019, hace ahora un año, cuando ni en mi cabeza ni en la del mundo había más pandemia que el recuerdo de la de la gripe española de 1918.
Pero, poco después de su aparición y a lo largo de estos doce meses, comenzaron a llegarme los regalos: lectores que hoy ven un reflejo de lo ocurrido hace un siglo, otros preocupados por que el mundo vuelva a caer en los mismos errores que entonces se cometieron, algunos asombrados por que hayamos aprendido tan poco…
Sin embargo, los regalos más conmovedores y los que ahora quiero destacar se resumen en uno, que veo casi cada día repetido en redes sociales. Lo escriben enfermeras conocidas, algunas ya amigas y también otras a las que aún no he tenido el placer de conocer.
Ese regalo es muy sencillo, aunque me emociona hasta lo indecible. Consiste, simplemente, en el hecho de que esas enfermeras se llaman entre sí «Marielas».
Lo particular convertido en general. Lo individual elevado a categoría. Especialmente ahora, en la crisis del coronavirus, un momento en el que los sentimientos y las sensibilidades se nos salen del alma hasta aflorar en la piel.
«Vamos, Marielas, que ya queda menos», leo constantemente que se dicen unas a otras.
«Otro día más, a por él, mis Marielas», se animan entre sí.
«Arriba, Mariela, que tú puedes con esto», se arengan.
«Andando, que somos Marielas».
«Marielas, a la lucha».
En muchos de esos mensajes no mencionan a la novela ni tampoco a mí. No me etiquetan. No lo necesitan. Yo tampoco lo necesito. Ni siquiera creo haberlos leído todos, porque algunos de los que he encontrado han sido descubiertos por casualidad. Estoy segura de que hay muchos más, en los que yo ya no intervengo ni existo, porque mi personaje ha escapado de mí y vuela solo.
Marielas.
Algunas enfermeras se llaman a sí mismas Marielas como sinónimo de lo que son: valientes luchadoras, incansables cuidadoras. Y yo no quepo en mí de emoción.
Entre los objetivos que me movían al escribir, este fue el más elevado: encontrar un nombre que suponga para las enfermeras el símbolo de una identidad de la que les hemos privado injustamente. Que se reivindiquen a través de él. Que se entiendan. Que se reconozcan.
En suma, que se sepan a sí mismas con nombre propio. Todas y cada una de ellas, como colectivo y como individuos.
Porque nada hay «más intenso que el terror de perder la identidad», dijo la poeta Alejandra Pizarnik, de trágica vida y muerte. Pero nada más gratificante y digno que recuperar la que nos corresponde, el nombre propio, que, según Ángel Ganivet, «es el que marca la individualidad».
Las enfermeras han demostrado, en plena tragedia del COVID-19, que tienen nombre y personalidad. Nadie sin ambos atributos podría guardar en sus manos la llave de la vida, que no solo consiste en ayudar a sobrevivir a la enfermedad, sino en aportar el consuelo del calor humano en las horas finales cuando ni siquiera se puede tener cerca el de la familia. Esta pandemia lo ha puesto de manifiesto.
Las enfermeras merecen respeto y reconocimiento individual. Todas, absolutamente todas, merecen ser llamadas por su nombre.
Que algunas hayan elegido el de Mariela como genérico es el mejor regalo que un escritor puede recibir, porque hace que su obra tenga vida más allá de su pluma y sirva a la mejor y más noble de las causas.
En compensación, yo solo puedo corresponderles como debe corresponderse a los grandes regalos de la vida: con toda mi gratitud.